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Sala Gabriel García Márquez, Museo del Caribe, Barranquilla, Colombia

Apuntes sobre comunicar la ciencia y comunicación científica

Apuntes sobre comunicar la ciencia y comunicación científica

Oscar Julián cuesta Moreno

En el marco de una sociedad del conocimiento, como en la que se supone gira el espíritu de nuestra era, la comunicación científica y comunicación de la ciencia tendrían un papel significativo. Sin embargo, podemos afirmar que es un tema poco abordado en las facultades de comunicación del país, pues son pocos los eventos académicos centrados en la materia y, más pocas aún, las asignaturas en
las mallas curriculares que abordan explícitamente el vínculo comunicación-ciencia.

Para comenzar, quisiera señalar una diferencia que nos permita entrar con más claridad en el tema. La diferencia es la siguiente: es diferente hablar de “comunicar la ciencia” a hablar de “comunicación científica”. En efecto, cuando hablamos de “comunicar la ciencia”, hacemos referencia al proceso de llevar el saber científico a las personas del común. Diríamos, siguiendo la didáctica de Chevallard: llevar el saber sabio al saber enseñado. Lo que implica un reto significativo para los profesionales de la comunicación, dado que llevar el saber científico a las personas del común exige hacer fácil lo difícil, que se traduce en poder colocar en un lenguaje universal algo que viene cifrado en un lenguaje
específico. De hecho, los periodistas científicos siempre han señalado ese gran desafío: aclarar términos abstractos que explican fenómenos complejos. Entre otras cosas, esto podría explicar por qué existen pocos periodistas científicos en nuestro país.

Por su parte, la “comunicación científica” podemos entenderla como el proceso mediante el cual los científicos divulgan los resultados de sus trabajos a sus pares, es decir, los otros científicos.
Evidentemente este proceso de comunicación entre científicos se hace con un lenguaje técnico de alta especificidad, con conceptos abstractos producidos a partir de pujas teóricas que van reduciendo su polisemia, pues los conceptos o categorías de las ciencias tienden a ser mono-semánticos, de tal manera que un científico en el Japón cuando escribe sobre el bosón de Higgs reduce la
ambigüedad para un colega que lo lee en la India. Este lenguaje técnico producido por los debates y avances teóricos es el umbral que cruzan las personas que ingresan a la ciencia. En efecto, ser científico es manejar el lenguaje de su disciplina, lo que implica leer, analizar, hablar y escribir
con el lenguaje de su disciplina.

Siendo así las cosas, esta especificidad del lenguaje científico no permite que las personas ajenas del campo entiendan los discursos o que, para entenderlos, tengan que hacer un gran esfuerzo.
Siguiendo a Bourdieu, en el campo de las ciencias las dinámicas de tensión, de puja, van produciendo una gramática, que va determinando la lógica que estipula cómo se produce el saber científico. En consecuencia, la comunicación científica se subsume a esas reglas de juego.
Así, la comunicación científica tiene una propia gramática, con sus propias formas, como por ejemplo son las reglas para referenciar (si son APA, comunes en las ciencias sociales; Harvard, comunes en las ciencias naturales; Chicago, comunes en las ciencias humanas; Vancouver, comunes en las ciencias médicas, etc.).

Por otro lado, el proceso comunicativo científico, tal como ocurre con la comunicación cotidiana, es regulado por los mismos comunicantes, los mismos hablantes. En una conversación callejera nosotros nos regulamos mutuamente, le exigimos al otro claridad o nos burlamos de su mala pronunciación para reclamarle la elaboración de un buen mensaje. Del mismo modo ocurre en la ciencia: los
científicos se regulan mutuamente. Ellos escriben con ciertos términos y siguiendo ciertas reglas para que los otros científicos encuentren validos sus enunciados.
Los otros científicos son los que regulan ese proceso (podríamos llamar a esto control epistémico de la comunicación científica). En el caso de las revistas, se hace con el arbitraje: las revistas recurren a expertos para evaluar los artículos, y estos lectores son los que exigen la claridad en la comunicación.
Claro está, es un proceso, como toda comunicación, muy humano: hay envidias, privilegios, favoritismo, etc. Por ejemplo, si el científico tiene un buen capital simbólico, un buen nombre, seguramente el editor de la revista privilegie su artículo por encima de otros que están haciendo fila.
Estos desvíos de la comunicación científica han sido señalados varias veces, como por ejemplo que las revistas publican artículos no por su trascendencia, sino por su impacto mediático, tendiendo a publicar textos que traen resultados llamativos, mas no necesariamente rigurosos.
Lógicamente, acá la comunicación científica se ve afectada por las presiones externas al campo, como lo son las lógicas contemporáneas de los indicadores de impacto: no importa la profundidad de lo dicho, sino el número de veces que lo he dicho y ha sido escuchado. Entonces, los científicos llevados por esa presión para  ganar prestigio o convocatorias se preocupan por cuántas veces lo citan, sin importar si esa citación es una crítica a su trabajo, pues en las mediciones de las revistas no sale si son citas a favor o en contra, sólo cuantas veces me citan.

El campo de la ciencia, como toda dinámica social, establece relaciones de poder.
Esto se ve, consecuentemente, en la comunicación científica. Hay voces que se escuchan más que otras o estudios trascendentales que, por provenir de algún científico poco reconocido o de un país con menos relevancia en la geopolítica del conocimiento, tienen poca resonancia. De hecho, no son pocos los casos donde un descubrimiento publicado hoy ya había sido explicado por otro científico antes, pero que por no tener el mismo lobby había pasado desapercibido.
Les traigo un ejemplo bien cercano: Francisco José de Caldas, llamado el sabio Caldas, descubrió un método para calcular la altitud de las montañas a través de la temperatura de ebullición del agua. Él descubrió que la temperatura de ebullición depende de la presión atmosférica y, puesto que la presión está correlacionada con la altitud, se puede calcular la altura de una montaña. Sin embargo, su descubrimiento no llegó con mayor trascendencia a los científicos europeos, y el método de Ramsde, usando el teodolito, fue el más común a finales del siglo 18.
Hoy puede pasar lo mismo porque la geopolítica del conocimiento no ha cambiado mucho.

Para concluir quisiera reiterar que la comunicación científica debe, mediante los medios en que está se desarrolla (revistas, ponencias, etc.), ser escenario de tensión permanente, pues sin puja, sin contradicción, la ciencia no avanza, solo avanza cuando estamos insatisfechos con las explicaciones construidas. Así, la comunicación científica no es más que una constante manifestación de la
insatisfacción científica, que en el fondo es la demostración de que solo somos humanos cuando estamos dispuestos a dudar de nuestras propias verdades.